En los últimos tres años no hemos podido compartir más de una
tarde. Ella en el embarcadero del Mekong, en un callejón, yo en mi
paseo de los Tristes, en el sur en el centro en el este, en el
norte. Entramos en una infancia que no hemos compartido, con su
diferencia en el tiempo, en el espacio. Pero aún así vivimos juntos
una regresión. Una regresión en amarillo y verde.
Y sentimos que un lugar destinado para las vacaciones de trabajadores
con pocos recursos tiene algo de mágico a pesar del estilo americano
años cincuenta predominando sobre los hórreos.
Nos sentamos en el bar. Que está por encima de la playa en una
especie de acantilado domesticado. Me enseña un libro de George
Orwell en Catalonia durante la Guerra Civil. Es un regalo de su
último amante, Irlandés, que ha dejado en el Sudeste Asiático. Sí,
los irlandeses beben tanto como creemos. Tienen un romanticismo
especial. Otros un catolicismo especial. Otros como Orwell unas ideas
especiales.
El sonido del mar nos lleva esquivando palabras, evitando juicios,
sentencias. Hay espacios y momentos que dibujan una sincera
distancia. En la que el amor se hace frío para algunos aunque
sincero y respetuoso para otros. Sorprendentemente el sol del Norte
se hace presente en nuestros cuerpos. Dejamos las botellas de
cervezas vacías y bajamos a la arena. Desvestidos. A pesar del frío
del Cantábrico que te hace creer que romperá tus huesos nos
atrevemos a bañarnos en él. Porque atreverse es una cuestión. Y al rato, la única opción.
Para Cova, Julio de 2013, al Norte.